Ilustración de Majenye (Carlos Luis Sánchez Becerra)
Testimonio de David Enrique* facilitado por Gabriela Mesones Rojo
Ahora me doy cuenta de que esta historia empezó un mes antes de que realmente empezara. Poco antes de que los de la migra me detuvieran y pasara 26 días encerrado en un retén de detención migratoria en México, tuve dos de las mejores experiencias de mi vida: salir del closet con mi familia y cubrir mi primera boda LGBTQ.
Así que empecemos por el principio.
El año que me gradué en la UCAB Guayana estuve trabajando en Puerto Ordaz como fotógrafo. Nunca había pensado en irme a México. Yo soy de un pueblo de Táchira que se llama San Antonio de Táchira; ahí me gradué del colegio. Mi papá es colombiano y mi mamá es venezolana, así que yo tengo doble nacionalidad. Cuando me gradué de la universidad, igual que todos mis compañeros de clase, la meta estaba clara: ¿A dónde nos vamos? ¿Dónde vamos a ejercer? Porque acá, en Venezuela, no va a ser. Mi plan era Colombia porque tengo la nacionalidad y sabía que me iba a sentir seguro migratoriamente. Además, mis mejores amigos de Táchira se iban todos a Bogotá. Esto era una realidad rotunda: yo sabía que eso iba a pasar, yo iba a vivir en Bogotá. Ese era mi plan y estaba esperando mi acto de graduación. Durante esos seis meses trabajé para sobrevivir, no para ahorrar. Para dar más contexto, en ese momento también estaba atravesando una ruptura amorosa después de tres años de la relación con mi novio, la relación que me introdujo al mundo gay, la que me ayudó a explorar sexualmente; estaba viviendo la ruptura con mi primer amor.
Un día pasa que me llega un mensaje de un fotógrafo muy reconocido en Puerto Ordaz, que estudió en la misma universidad que yo. Él se había ido a México y yo más nunca supe nada de él a pesar de que lo seguía en redes. Me dice: Hola, me gusta mucho tu trabajo, quiero felicitarte. Pasaron meses y me vuelve a escribir para pedirme mi número de teléfono y me dice: Hey, estoy en Monterrey, en una empresa de fotografía de bodas. Me gusta mucho tu trabajo y estamos buscando personas. ¿Quieres venirte a México?
Yo soy Capricornio, soy muy terrenal, me gustan los objetivos claros, reales, cumplibles.
Había tres cosas que yo veía como obstáculos. La primera era que en ese momento yo no hacía bodas, hacía fotografía de moda. Él me dijo que eso no importaba, que les gustaba mi toque fresco, que les enviara el portafolio que tuviera. La segunda era que no tenía equipos: No pasa nada, aquí tienes la oficina con todos los equipos y todo lo cubre la empresa. La tercera era que yo no conocía a nadie en México, ni siquiera sabía dónde quedaba Monterrey; tenía que ver cómo hacía para conseguir dónde vivir. Me dijeron que me podían dar apartamento por dos meses y él mismo me podía enseñar a moverme por la ciudad.
Acepté. Me dijo que tenía que estar allá el lunes de la semana siguiente. Ni siquiera tenía dinero para el boleto.
Semanas antes de que esto ocurriera, me habían leído las cartas por primera vez. La señora lo vió todo: Vas a tener un golpe de suerte, me dijo, una oportunidad de trabajo que te va a sacar del país. Yo pensaba: Esta mujer le dice esto a todo el mundo. Pero ella me repetía que eso iba a pasar, en dos días o dentro de cinco años. También me dijo que iba a sentir miedo y que no podía caer en él.
Cuando me llamó la empresa yo no tenía ni un dólar y tenía el corazón roto. Pero en ese momento la ruptura se evaporó de mi mente. Como buen Capricornio me valió verga ese hombre. Ahí me di cuenta de que yo iba a ser feliz teniendo dinero. Ahí descubrí que el trabajo y el dinero eran motores importantes en mi vida.
Me fui a México. Era la primera vez que salía del país, más allá de Colombia. Desde mi primera entrada a México tuve problemas migratorios.
Yo solamente pude entrar a México por suerte y por el destino. Cuando algo es para ti se abren los caminos. Pero yo era una persona sin experiencia viajando, mi pasaporte no tenía ni un solo sello, estaba recién graduado de la universidad. Era el perfecto perfil de persona que va a quedarse. Y la funcionaria que me tocó lo sabía. Apenas me vió, dijo: Tú no vas a entrar.
Había un problema con mi carta de invitación para entrar como turista. Yo empecé a sudar, estaba pálido. Me hicieron una serie de preguntas acerca de la gente que conocía, las razones por las que iba. Me empezaron a decir que así no se podía entrar a México. Otro oficial de migración se dio cuenta de que ya todos habían pasado menos yo. Se acercó a ella y la oficial le explicó que no cumplía con los requisitos. Se la llevó a un lado, habló con ella y después me llevó a su cubículo. Me pidió llamar a la persona que firmó mi carta. Eran las 3:00 a.m. pero me contestaron la llamada y confirmaron que ellos me habían invitado y que iba por turismo, no por trabajo. Volvimos a hablar con mi oficial y le contamos que habían confirmado la carta. Frente a mí, en mi cara, ella nos dijo: Él no va a pasar. Todo estaba en manos de ella. La sentía molesta, con mucha rabia por dentro. Se alteraba cuando hablaba conmigo. Me decía que estaba desilusionada de mí, que ella veía a través de mis mentiras, que la gente piensa que uno puede entrar a su país de cualquier manera: Si tú quieres venir a mi país, hay maneras y las podemos ver; yo sé que tú vienes acá a trabajar. Me ofreció pedir asilo, refugio político. Por horas, ella intentó quebrarme. Pero nunca me quebré, jamás le dije que efectivamente sí estaba yendo a México a trabajar.
Me miró por diez segundos y puso el sello en el pasaporte. Pensé que me estaba sellando la salida de vuelta a Venezuela. Miré el pasaporte y vi la fecha de entrada. Empecé a caminar y pensé que me iban a agarrar, el aeropuerto estaba ya vacío. Pensé que era una trampa. Salí y no podía creer que estaba en el país. Le conté a mi amigo toda la locura que había acabado de vivir. Yo ahí ya me sentía traumado. No pude ni siquiera apreciar la ciudad al principio. Sentía que en cualquier momento iban a parar el carro para deportarme.
Me enfoqué en trabajar. Yo llegué en mayo de 2019 y trabajé hasta febrero de 2020. Me encantó el trabajo. Nunca había trabajado en una oficina, no sabía lo que era trabajar con un equipo tan grande. La mayoría eran venezolanos. Todos tienen una personalidad muy fuerte porque son artistas visuales. Todos eran hetero, pero igual me sentía en un episodio de Drag Queen, rodeado de gente con ganas de atención y que quiere sobresalir.
Yo me sentía muy intimidado por compartir con ellos mi vida; siempre he sido muy penoso, muy introvertido.
Aprendí que sin carisma y empatía es muy difícil hacer fotos de bodas y más en México, donde todo se mueve por recomendaciones. México, además, es el país que más fotografías de boda hace. Acá debe haber 300 bodas al día. Hay mercado para todo el mundo. Pero eso significa que hay muchísima competencia.
Con lo tímido que era, yo pasaba desapercibido. Empecé como tercera cámara, después segunda y ya después primera cámara. Antes no hablaba, era mudo. Llegué un miércoles y el sábado ya tenía mi primera boda, me sentía en una telenovela mexicana. La boda fue en San Pedro, uno de los municipios de más dinero del mundo: las casas eran increíbles, yo escuchaba el acento de la gente, los trajes que usaban, el maquillaje, los peinados, veía al servicio en uniforme diciendo: Sí, patroncito, ya lo hago.
Como decía, en mi trabajo básicamente todos eran heterosexuales y los equipos estaban liderados por hombres heterosexuales. Había una sola chica que era productora, y en algún momento hablamos de que había mucho mansplaining, mucha misoginia en el trabajo. La cultura del venezolano es demasiado misógina y demasiado homófoba. Hay detalles cuando nos escucho hablar que hasta me triggerean. El humor heterosexual venezolano se me hace violento, intentedible a veces.
En Venezuela, en parte por la homofobia, nunca fui una persona de vestirme y maquillarme.
Yo ni siquiera tenía dinero y acceso a ropa que me gustara. Mi ropa en la universidad era horrible. Llegué a México y tuve más acceso al imperio, al capitalismo. Iba a Walmart y me encantaba todo. Aumenté de peso otra vez. En la oficina me decían que yo no me abría con ellos y a mí me daba miedo porque yo escuchaba a las divas del pop y ellos escuchaban rap y rock. Sentía que no tenía tema de conversación con ellos y nunca les dije, al principio, que era gay. No quería demostrar que lo era. Hoy en día ellos son mis hermanos, pero en ese momento no había salido del closet y ni siquiera quería salir con nadie. Me puse metas. Yo soy muy competitivo y mi meta era ganar más dinero y sobresalir en el trabajo. El dinero fue mi gasolina para ser primera cámara y por eso empecé a observar cómo se comportaba mi primera cámara. Desde mayo hasta febrero me enfoqué en trabajar y en septiembre ya era primera cámara. Profesionalmente me fue muy bien. Cumplí todas mis metas, que pensé que me iban a tomar años, en meses.
Para la celebración de mi cumpleaños, el 15 de enero, quería ponerme un arete. Imagínate la homofobia internalizada que tenía, que tener un arete me parecía muy osado. Hoy en día un arete me parece insignificante. Pero igual lo decreté: 2020 es el año que voy a salir del closet con mis amigos, con mis papas. Me fui de mi casa a los 17 años y cada vez los visitaba menos. La relación con mis papás era muy distante, ellos no me veían aunque habláramos. El hecho de ser amanerado o de ser gay no les generaba ningún inconveniente.
Desde niño siempre he sabido que soy gay y cuando lo hablé con mi mamá, le dije: Ay, má, tú también sabías.
Mis amigos salieron del closet despues del colegio y yo como un bobo seguía diciendo que era bisexual. Pero ahora me considero 100% gay. ¡Bienvenido!, me dijeron mis amigos, ¡lo hemos sabido por años!
Pero el piercing, al final, sí fue importante. Cuando se lo mostré a mi mamá, que es cristiana, me dijo que eso era el inicio de algo, no le gustó, me preguntaba si ahora era malandro, que si estaba vendiendo droga. Mi mamá se puso loca. Mi papá empezó a hablarme del piercing y yo sentía que era una manera de hablar de mi homosexualidad: Es tu decision, puedes hacer lo que quieras, yo lo acepto. Mi hermana me dijo que mi mamá sufría mucho porque yo era gay. Esto era algo que ella nunca había hablado conmigo. Mi mamá le decía a mi hermana, cuando veía los stories de una amiga: Mira cómo hizo, mira cómo habla, mira cómo se mueve. El consejo de mi hermana fue que yo debía hablarlo con ella. Mi mamá necesitaba saberlo, le dolía no comprenderme. Ok, le voy a decir.
Cuando le conté a mi mamá, tuvimos una llamada de cuatro horas, en las cuales pasó por todos los estados: negación, aceptación, negociación. Me dijo que me amaba. Se preguntó qué hizo mal, se culpabilizó. Me dijo que debió de haber sido más dura conmigo.
Yo recordaba cuando me ponía los tacones de mi mamá, la recordaba corrigiéndome para que me parara bien, para que no hablara así. Se sorprendió cuando le dije que estuve tres años en una relación con alguien. Me preguntó si había tenido sexo. Ya en este punto de la conversación, estábamos en un enorme nivel de confianza. Se me quitó un peso de encima, un peso que ni siquiera sabía que yo tenía.
Salió una diva dentro de mí que tenía muchas ganas de salir.
De niño, sufrí muchas burlas en el colegio, nunca bullying físico, pero siempre comentarios burlones por gordito, morenito, gay. Ahora soy inmigrante, soy venezolano. Siempre he sido una minoría dentro de una minoría. No era la persona más bonita. Sigo siendo muy inseguro con mi cuerpo. Yo siempre he tenido una barrera con los hombres heterosexuales. Por eso era tan tímido, tan amargado, tan en mi mente.
Recuerdo que en febrero se vendió la primera boda gay de la empresa. Yo ya era no solo primera cámara y sino uno de los mejores. Acababa de salir del closet también en la oficina. Se reunieron y me dieron el honor de cubrir esta boda gay. Eso fue un logro en mi carrera: cubrir una boda gay como hombre abiertamente homosexual. Fue un highlight enorme de mi carrera y de mi vida. Fui a la boda y no pude ni editar mis fotos porque me detuvieron en el vuelo de regreso. No pude disfrutar de ver las fotos de las bodas en los portales.
Migración me quitó ese logro.
La boda fue el 14 de febrero de 2020, el fin de semana de San Valentín, en Mérida, Yucatán. La entrada en Mérida fue genial. Mi trámite ya estaba ingresado, no me lo habían dado, pero tenía una hoja con un número de seguimiento. Ya me habían parado antes y cuando mostraba la hoja de trámite, todo salía perfecto. Yo me sentía seguro para viajar porque lo hacía todos los fines de semana. Estaba seguro de que me podía mover por México. No soy tonto, no iba a viajar sin saber algo tan importante. Yo había entrado hasta en Tijuana, que es difícil entrar por ser frontera.
El domingo 16 de febrero es el cumpleaños de mi hermana, la del miedo. Los 16 de febrero siempre me pasa algo. Ese año, lo que me pasó fue que desaparecí por 24 horas. Cuando nos llamaron para entrar al vuelo había dos personas de migración ahí. Este es un vuelo de alerta porque muchos migrantes llegan a Mérida y compran el vuelo a Monterrey. Se pararon dos guardias de migración y ninguno me chequeó a mí. Dormí todo el vuelo. Cuando llegamos a Monterrey me pararon los guardias. Les di mi pasaporte, mi AFM3 (documento de residencia temporal), mi documento de residencia temporal que estaba vencido, pero tenía el anexo del trámite en proceso. Empezaron a tardar, a parar a otra gente y a poner a la gente en una esquina. Me dijeron: tú trámite es de trabajo y tu empresa no te quiere contratar, quizás ya no saben cómo decírtelo, pero tú trámite está cancelado. Les dije que podía llamar a mi abogada, me sentía seguro: Mis papeles no tienen ningún problema. Tiene que ser un error.
Me metieron en una sala de espera y vieron mis cámaras de trabajo. Primer gran error. Me empezaron a decir que si yo estaba trabajando en México sin permiso de trabajo le estaba quitando trabajo a un mexicano. Me dijeron que no podía llamar a mi abogada y que tampoco podía esperar ahí. Me hicieron preguntas, me aterrorizaron. Yo no lo sabía, pero me estaban procesando.
Nos montaron en un autobús al refugio. Recuerdo que de fondo sonaba Tusa, de Karol G.
Una canción que me había generado tanta felicidad y tanto perreo, estaba siendo el soundtrack de uno de los momentos en que tuve más miedo en mi vida. La gente en el autobús hablaba del lugar al que íbamos: que era horrible, que le pegaban a la gente. Yo no entendía mucho porque casi todos eran centroamericanos. El día que llegué detuvieron a 30 hondureños. Estábamos todos en un galpón gigante, éramos como ganado. Yo me decía: No pertenezco acá. Una de las oficiales me dijo: Yo sé que esto fue un error, pero ahora no hay nada que hacer. En ese momento no había diferencias entre personas: todos éramos migrantes y eso equivale a que ninguno de nosotros tenía derechos en ese país.
Entramos al lugar y me cayó el balde de agua fría. ¿En qué me metí? ¿Cómo llegué a parar acá? Me procesaron: foto, nombre en el sistema, huellas dactilares. Era un galpón de piso de asfalto lleno de colchonetas pequeñas. Había unas 500 personas en el lugar. Todos estaban muy organizados y las camas muy ordenadas. Hacía mucho frío, era febrero, y había gente que había prendido unas fogatas para calentarse. Nuestra entrada fue tal cual como una película. Todos nos veían, nos silbaban, nos gritaban que éramos carne fresca. Yo tenía un pantalon gris y una hoodie negra y dije que iba a poner mi cara más heterosexual posible. Yo quería esperar a las 7:00 a. m. para mi llamada a la abogada. Quería esperar despierto, atento. En eso la persona a mi lado me dice: ¿Nos turnamos? Yo no entendía, ¿turnarnos para qué? Me dijo: No podemos quedarnos dormidos; menos si somos nuevos, nos puede pasar algo.
En aquel momento mi acento era obviamente venezolano y eso, de alguna forma, me daba miedo. Ahora que lo pienso, creo que esa experiencia me ayudó a cambiar mi acento y a usar más el acento mexicano. Yo también había cambiado de acento gocho a oriental. Había muchas diferencias culturales dentro de Venezuela, todo era diferente cuando me mudé de Táchira a Puerto Ordaz. Me jodían con que el gocho era bobo; usaban mi gentilicio como un insulto. Creo que todas estas experiencias me han hecho cambiar, amoldarme.
Llevaba rato viendo a una señora en una esquina, una cuidadora, la señora Rosa. Me acerqué y le conté todo. Me dijo que ella nunca había visto a alguien que viviera acá, con todo en regla, que terminara ahí. La señora Rosa me hizo una guía de supervivencia:
Yo a veces pienso que manifesté mi tiempo en la cárcel, porque Orange Is The New Black es una de mis series favoritas.
Estaba viviendo mi Piper Era y cantaba todo el tiempo el soundtrack de la serie: The animals, the animals / Trapped, trapped, trapped 'till the cage is full / The cage is full the day is new / And everyone is waiting, waiting on you. Pensaba: ¿Qué haría Piper Chapman en este momento?
Rosa me presentó a la única persona venezolana del retén. Era una venezolana que llevaba seis meses ahí y estaba buscando refugio. Yo le dije que salía al día siguiente, que mi caso era un error. Se lo vi en la cara: Tú no sabes lo complicado que es salir de acá. A todas estas, para el mundo real yo estaba desaparecido. Mis amigos me vieron montado en un camión pero no sabían en qué refugio estaba. No le quisieron decir nada a mi familia.
El retén estaba dividido por barrios: los centroamericanos de un lado, los árabes y africanos de otro (los que no hablaban español), el barrio cubano, y como éramos solo dos venezolanos, me uní al barrio cubano. La venezolana habló con ellos para que me dejaran entrar. Todo es una logística allá adentro. En ese retén estuve solo cinco días, que se sintieron como meses. No me querían dar mi llamada a la abogada. Siempre había una excusa.
Hasta que vi que venía la administradora de la empresa donde trabajaba con mi abogada. Apenas la vi me rompí y lloré, lo saqué todo. Me abrazó y me preguntó si me habían hecho algo.
Mi situación legal empezó como una bolita de nieve, pero se convirtió en una avalancha.
Cada vez era más denso el problema. Yo no entendía nada. Mi abogada tenía amigos en el refugio. Usualmente, uno pagaba y te sacaban. Pero CDMX empezó a notar que Monterrey tenía muchos errores, mucha corrupción, y empezó a intervenir y hasta escuchaban las conversaciones de los guardias. Cuando yo quería que la corrupción funcionara para mí, no funcionaba.
Había dos baños comunitarios. Yo no me bañé sino hasta el tercer día. Rosa ya me había explicado que los baños era donde más cosas pasaban: era donde ocurrían las venganzas, donde fumaban droga, donde tenían sexo. Yo me aguantaba las ganas de orinar. El baño estaba inundado de agua de color. Era un asco. La primera vez que me tomé una ducha fue asquerosa y horrible. Tenía tanto miedo que ya ni lo recuerdo.
La administradora venía todos los días a visitarme. Ella fue mi roca, me cuidó en un momento fundamental de mi vida. La gratitud con ella es total. La considero mi familia. Nos inventamos que era mi novia para que pudiera venir todos los días y para que adentro pensaran que yo era hetero. Ella me llevaba pollo de KFC y cigarros para que compartiera en mi barrio.
Desde el principio mi sexualidad se convirtió en un tema. Era muy loco tener eso presente, porque a pesar de que casi no hablaba, eso siempre se nota. Mi relación con las cubanas era muy buena. Siempre me acerqué más a las mujeres. Un día me armé de valor y les dije que era gay, les dije que quería mantenerlo entre nosotros. Me daba mucho miedo una violacion o un momento de homofobia. América Latina es un lugar muy violento contra nosotros. A partir de ahí la relación con esas mujeres cambió. Dormíamos en la misma cama, jugábamos Stop todos los días. Íbamos juntas al barrio donde había dominó y lo llamábamos El Casino. En ese barrio tenían hasta un minisupermercado y vendían llamadas telefónicas; solo te tenías que esconder debajo de unas colchonetas. Pero ese era un barrio pesado, con un ambiente denso.
Empecé a trabajar sirviendo la comida. La comida era horrible, era un revoltijo de todo. Lo mismo de desayuno, almuerzo y cena: arroz, frijoles, carne y tortillas. Mi amiga venezolana comía un sándwich y almorzaba pollo a la plancha. Me dijo que tenía problemas de salud y tenía una nota del doctor. Empecé a servir comida para que en la cocina me hicieran el favor de darme la comida de enfermo.
Una mañana nos despertamos con la noticia de que nos iban a transferir porque iban a fumigar.
La verdad es que estaban clausurando el retén porque estaba en pésimo estado: cinco grados de temperatura, todo el mundo enfermo; hasta exigimos agua caliente porque era un riesgo para nuestra salud. Yo tuve gripe todo el tiempo que estuve encerrado. Un día fue una reportera y me imagino que salió esa información. Así que ese día estaban clausurando el retén y nos estaban moviendo todos a distintos centros de detención. Todos estábamos callados, sin saber qué iba a pasar.
Nos dividieron en grupos. A mis amigas cubanas y a la venezolana se las llevaron a otro grupo y nos montaron en un autobús. Yo me quedé con un venezolano que acababa de llegar, pero que luego se convertiría en uno de mis mejores amigos. No sabíamos nada, no nos dejaron avisar a nuestras familias. Con mucha presión nos dijeron adonde nos llevaban: San Luis Potosí. Todos empezamos a poner presión, no nos podían cambiar de estado. Mi roca, la que me llevaba comida y todo lo que necesitaba estaba en Monterrey. Fueron cinco horas de camino hasta llegar, las horas en las que más he cuestionado mi vida. Sentí que empecé a fritear. El otro venezolano y yo estábamos juntos apoyándonos, juntos contra el mundo. Hicimos una estrategia para sobrevivir.
En ese momento ningún hombre sabía que yo era gay. Yo sentía confianza con mi amigo, pero a su vez era un hombre heterosexual y eso me hacía dudar de si podía o no confiar en él. También se nos unió un rumano y se nos hizo fácil hablar con él porque ambos sabíamos inglés. Al llegar nos dijeron que Monterrey era un hotel: acá estábamos divididos por celdas, la dinámica era la de una mini cárcel.
Cuando llegamos la gente estaba viéndonos a través de los barrotes. Nos miraban, nos amenazaban, nos decían que nos iban a hacer sus perras.
Los de Monterrey hacíamos grupo.
Yo estaba en fila con mis amigos, pero tenía muchas cosas encima. Mi amiga de Monterrey me había llevado desde mantas hasta crucigramas. Las celdas se asignaban por orden de llegada y empezaron a revisar mis cosas, y me separé de mi grupo. Al final me quedé en una celda con tres centroamericanos y escuchaba las voces de mis amigos a lo lejos. Mi amigo estaba en una celda de diez personas; la mía era solamente de cuatro, todos con backgrounds de tráfico de armas, problemas legales. Eran personas que cuando las ves te da pánico. No me dieron buena vibra, me sentía muy incómodo. Ellos querían que los deportaran lo más rápido posible y decían que le iban a dar mala vida a los del centro. El primer día ya tenían un cigarro y un yesquero. Eso es delito federal. No podía ser parte de eso y tampoco podía delatarlos porque sentía que me iban a matar.
Este retén sí estaba en buenas condiciones y eso hizo que me adaptara muy rápido. Allí estuve un total de 21 días. Hablé con mis amigos y quería pedir cambio de celda, pero no quería pedir trato preferencial. Un día tuve la idea de pasarme a la celda de ellos y quedarme ahí; cambiarme por mis cojones, sin pedir permiso ni nada. En la mañana saqué mis cosas y las puse en el almacén para subir e irme a la derecha en vez de a la izquierda. Mis compañeros agarraron sus cosas como si fueran de ellos. Íbamos a hacer el cambio en la noche. Yo me acerqué y les dije a los de mi celda que me iba a cambiar porque me sentía muy solo. Les regalé mi colchoneta. Quería cambiar a alguien, pero no pude convencer a nadie, porque en las celdas no había nombres de personas, pero sí contaban cuántas personas había en cada una: la celda 5 son 10 personas. Los guardias iban contando mientras uno pasaba. El rumano me dijo que se lo dejara a él, que él sabía cómo despistarlos. Yo pasé de primero y él se quedó de último. Cuando nos contaron a todos, él protestó y dentro de la celda empezaron a decir que efectivamente él estaba en la celda. Los guardias sabían que ya habían contado las 10 personas, pero la gente empezó a protestar tanto que me imagino que se abrumaron y lo dejaron pasar. Gracias a dios el bombillo de la celda había explotado, así que no había forma de verme. En mi celda original también faltaba una persona, pero mis otros compañeros de celda nunca me delataron, siempre dijeron que ahí siempre había tres personas.
Las personas de mi nueva celda se convirtieron en mi familia.
Muy buena gente, con muchas historias sorprendentes. Empezamos a convivir en un lugar en donde no había ni espacio para caminar entre personas. Todos iban saliendo porque los iban deportando; atrás nos quedamos el venezolano y yo. El líder de nuestra celda era un argentino de dos metros, todo tatuado, con un Jesucristo llorando en el cráneo. Una de las personas más nobles que he conocido, con una cara de bravucón. Él era tatuador y nos hacía retratos. Encontramos un bolígrafo, que en la cárcel se considera un arma, pero que para nosotros era el arma del arte.
Ninguno de nosotros dormía bien. Un día a un chico le dio una crisis muy fea, un ataque de pánico. Todos nos asustamos mucho. Tuvimos que llamar al guardia. Se lo llevaron y cuando volvió estaba dormido rico. Nos contó que le dieron Clonazepam. Se me prendió la alarma: empezamos a pedir cita con el médico y a drogarnos con Clonazepam. Lo dividíamos durante el día. Nos daba un viajecito riquisimo. En algún momento se dieron cuenta de que estábamos buscando mucha Clona y nos la cancelaron.
Mi amiga, la que me visitaba, viajaba cinco horas todas las semanas para llevarme cosas a Potosí. Me contaba las buenas noticias de afuera: mis fotos de la boda gay habían triunfado. Me dijo un día: De todas las personas que les pudo haber pasado esto, me alegra que hayas sido tú. Habría sido un caos si le pasa a otra persona de la empresa. Hubiera sido un caos, tú todavía tienes el temple. Esa amiga también hacía llamadas threeway para hablar con mi mamá. Yo recibía una llamada al día. Ella hizo que mi estadía fuera lo más tranquila posible. En mi celda me llamaban El Consentido. El rumano me decía que le gustaba mi novia y yo pensaba: ¡Ay, si supieras que a mí me gustas tú!
Una noche, el rumano y yo tuvimos una conversación a la luz de la luna.
A lo lejos había una fiesta de 15 años y escuchábamos la canción When I Was Your Man de Bruno Mars. Estábamos en la celda con ocho hombres dormidos, y el rumano y yo en el centro, viendo la luna y susurrando la canción. Fue un momento para recordar que ese tipo de cosas bellas, como esa canción, todavía existían.
Vi tantas cosas y escenas, fotográficamente hablando. Que lástima no haber podido tener mi cámara o poder grabar con mis ojos. Había escenas de película, muchas palomas, yo no sé qué traen ellas a la cárcel. Había un chico que las entrenaba. Había imágenes con sombras, alambres de púas, luz. Muchas imágenes muy poéticas. Quisiera hacer una serie fotográfica de eso. Siento que hay muchas historias que tienen que ser contadas.
Mi historia es la más aburrida de todas.
Yo sabía lo que tenía que hacer para sobrevivir y ocultar mi sexualidad era una parte fundamental de esa estrategia. Varias veces nos cambiaron de celda y siempre escuchaba comentarios acerca de mi homosexualidad: lo que se ve no se pregunta, arbol torcido o sarcasmos del gran varón. Siempre tuve mucho temor de que confirmaran que era gay.
Recuerdo la conexión profunda que sentía con mi amigo venezolano. Hoy en día es uno de mis mejores amigos. Imagínate la conexión que uno puede vivir estando encerrado 21 días con alguien. Además, era de Ciudad Bolívar. Pero no lo podía ver a la cara, miraba siempre al piso. Me daba miedo verlo y que pensara que lo estaba viendo con otros ojos y que eso quebrara la relación. Eso hubiera sido lo peor, porque allá adentro estábamos en una montaña rusa de emociones: a veces estábamos agradecidos, pensábamos que dios nos estaba protegiendo de algo peor y tres horas después pensábamos que era un castigo divino. Nos preguntábamos por qué nos tocó eso a nosotros, luego llorábamos, reíamos a carcajadas.
Yo trabajaba como traductor en las oficinas para africanos, árabes o europeos que no hablaban español. Me gané a la gente. Nuestra deportación se demoró mucho porque al ser de Venezuela eran dos vuelos: Panamá y Venezuela. Era un proceso burocrático enorme y la Cancillería venezolana ni siquiera respondía a los correos. La mamá del otro venezolano tuvo que ir a Caracas a hablar directamente con alguien y eso fue lo único que hizo que la embajada nos contactara: Ya van a volver a su patria querida, nos decían, Venezuela los está esperando. Para ese momento todos los nuestros se habían ido deportados. Solo quedamos el venezolano y yo. Mi sobrenombre era Venezuela.
Íbamos a misa porque eso se traducía en más tiempo afuera y al final había Coca-cola y torta.
Nuestra agua estaba llena de yodo, porque eso produce disfunción eréctil, baja la líbido y disminuyen las violaciones en las cárceles. Un día me gustó la comida, huevos guisados, y quise repetir. Vi que quedaba comida y la botaron en mi cara cuando pregunté. Me sentí tan humillado, tan bajo. Sentí que una luz dentro de mí se apagó. Mi alegría había muerto. Me sentía por el piso. Llegué a ese punto tan bajo y me adapté tan bien, y después caía en cuenta de que la adaptación también me dolía, sentía que me había convertido en alguien más. Al final yo era uno de los veteranos. El que me botó el huevo era abiertamente gay y todos lo odiaban, no por gay, sino por mierda de persona. pero yo escuchaba como le decían: A ese joto hay que matarlo, hay que matar a los maricos. Más razón me daban para cuidarme.
Otro día llegó un guardia nuevo, un abogado del equipo oficial de migración. Yo ya tenía pasaje comprado para mi deportación. Él llegó joven, quizás tenía 30 años. De una se acercó y me sacó plática. Vi que era una persona amable y receptiva. Él y yo empezamos a hablar mucho en la hora de la comida. Nos sinceramos sin sincerarnos, nunca nos dijimos nada, pero era obvio que ambos éramos gay. Hablábamos mucho del mundo real, de la cultura pop, de qué estaba haciendo Madonna, qué había en Instagram; él se convirtió en un escape a la realidad. Sacaba su teléfono y yo miraba. Escuchábamos música.
Una vez un compañero le dijo para ir al Oxxo y me preguntó que si yo pudiera ir con él qué compraría: Unas galletas Presidente de limón, mis favoritas. Fue como un crush, él era guapo, pero yo no estaba pensando en sexo. Por mi mente no pensaba en tener una relación, menos si eso podría perjudicarme. Yo siempre estoy muy enfocado en mis objetivos. Él siempre me compraba cositas. Ahí nuestra conexión empezó a aumentar. Se ponía al lado de mi celda y me llamaba por mi apellido y nos pegábamos en los barrotes a hablar. Había una amistad. Nunca hubo nada más. Era un escape. Nunca pasó nada sexual. Solamente me llegó a acariciar la espalda y a preguntarme si me podía abrazar. Él quería intentar algo y yo no lo iba a dejar. Fue un día que yo estaba muy decaído. Fue solo una relación galleta-afectiva.
Alguien de su equipo empezó a notar el favoritismo. Un día antes de irme la pasé muy mal porque todos me empezaron a tratar mal. Me llamaban Princesita, me hablaban de mujer y me empezaron a tratar como gay. Resulta que él le contó a todo el mundo que yo era gay y que estaba enamorado de él. Él sabía que me iban a deportar y no quería hacerme daño, pero quería zafarse del bullying que le tenían montado por ser gay. Me decía: Tú te vas a ir, pero yo me quedo acá encerrado. Y era así, aunque irónico: el que estaba encerrado en su sexualidad y en ese lugar era él.
Antes de que nos deportaran, mi amigo venezolano y yo hablamos y le dije que era gay.
El reaccionó con tanto amor: ¿Por qué no me lo dijiste antes? Pude haber hecho tanto para protegerte, eres mi hermano. ¿Hice algo mal?
A mí no me deportaron. Me fui bajo un modelo que se llama retorno asistido. Mi pasaporte no está en el sistema como deportado al país. Es como un strike one. Al salir del centro y llegar a CMDX nos metieron en La Burbuja, el centro de detención dentro del aeropuerto. Ahí había un televisor con las noticias: acababan de decretar lo del coronavirus como pandemia, ya había afectado a todo el mundo. No sabía de eso, solo escuché acerca del coronavirus una vez en misa mientras estuve detenido. Tampoco sabía la magnitud de lo que sería.
Llegué a Venezuela en el último vuelo internacional antes del cierre de fronteras. Si no hubiera agarrado ese avión me hubiera quedado ocho meses encerrado en el centro de reclusión.
Al salir vi a un chico de 20 años llorando. Pregunté y me dijeron que lo amenazaron de muerte y que habían intentado violarlo. Es una realidad real, que existe, que gracias a Dios no me tocó a mí.
Han pasado cuatro años de eso y un año desde que puedo hablar de mi historia. Ahora, la única forma que tengo de contarla es como un chiste, algo gracioso que alguna vez me ocurrió.
*David Enrique es un seudónimo elegido por quien compartió este testimonio para garantizar su seguridad, debido a que el texto contiene denuncias de violaciones de derechos humanos por las autoridades mexicanas y detalla irregularidades migratorias llevadas a cabo durante su migración a México.
Testimonio por David Enrique
Facilitación y traducción por Gabriela Mesones Rojo
Edición por Isadoro Saturno y Andrea Paola Hernández
Corrección de redacción y estilo en español por Virginia Riquelme
Corrección de redacción y estilo en inglés por Mafer Bencomo